Su historia comienza cuando remontando un fugaz período entre las brumas del origen nuestro, unas duras manos como torvas garras prenden largas ramas que rápido arrancar y luego enarbolan – quizá - lanzándose a fondo sobre los costados de monstruosa bestia… Y más adelante, en el Paleolítico, el hombre construye con diversas piedras y suma paciencia afiladas puntas de tosca apariencia que fiero maneja.

En la encrucijada de aquellas culturas de graves hititas, de sombríos medos y de persas, unos artesanos con fuego entre el barro construye espadas de bronce brillante que pulen tenaces con áspera arena. Todas ellas cortas, algunas muy gruesas con los fulos planos. Más tarde se hicieron de hierro, sin bruñir apenas de línea sinuosa, las espadas griegas; más ancha y pesada la imperial romana. Las espadas celtas, de cuerpo afilado que ensancha en el centro con salida aguda, defienden las Galias de las agresiones de aquellas Valquirias, que luchan resueltas.

Cuando ya el acero se fragua en la Iberia, allí se cincela la amplia Jineta, hispano-morisca, de guarnición firme y sólido puño. Después el mandoble largo, de templado acero y un doble filo con vaina de cuero ornada de plata, con su guarnición de cruz bien marcada y una contraseña hecha en filigrana.

En aquel período Bizancio, forjaba con agudo filo el esbelto alfanje de línea curvada y especial manejo. Y pasando el tiempo, entrando en la época de lances y encuentros, los hombres portaban entre los encajes de su vestimenta la fina tizona flexible, arrogante. Con aquella espada la esgrima, antes ruda, se hace delicada, para pasar luego al sutil florete con sus cuatro aristas que enaltece el arte de perfecto ritmo y de bella estampa que es la esgrima noble con la ilustre espada…


VILLASOL
Madrid, 1982